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Revuelta de los irmandiños. Los gorriones  corren tras los halcones

 

 

Carlos Barros

Universidad de Santiago de Compostela

 

Los irmandiños gobernaron el reino de Galicia entre 1467 y 1469: es la única vez en la historia de Galicia que la gente común protagoniza, en grado remarcarble, un acontecimiento al fin y a la postre victorioso. Estas características, protagonismo campesino-popular y resultados positivos, definen como extraordinarios de los sucesos de 1467-1469.

 

Nada fue igual en Galicia tras el paso del huracán irmandiño. El historiador Benito Vicetto, descubridor de la importancia histórica del levantamiento gallego de 1467, lo caracteriza, en 1872, como "la epopeya más grande y admirable que registran en sus anales todos los antiguos reinos de la antigua Iberia", y desde luego no le falta razón, incluso contando con la exageración que encierra la frase, fruto del entusiasmo personal de nuestro romántico liberal. La realidad es que la revolución irmandiña es una de las revueltas sociales que mejor expresan en Europa la crisis del mundo medieval y el origen de la modernidad; seguramente, la primera revuelta popular en cuanto a posibilidad de disponer documentalmente del punto de vista de sus actores.

 

¿Por que estalla en la primavera de 1467 la insurrección gallega de la gente común? Los de abajo, dicen ellos mismos, "no podían resistir" los agravios y las violencias y los tributos de los señores de las fortalezas; los de arriba, con evidencia, no podían seguir gobernando de la misma manera que en el pasado.

 


Hay que decir que la anarquía nobiliar es anterior al levantamiento general de los vasallos contra sus señores. Resulta incuestionable la incapacidad histórica de la nobleza gallega, a finales de la Edad Media, para gobernar el reino y ejercer su dominio social sin  una violencia física desmesurada, respetando costumbres  y leyes, esto es, conservando el respeto de sus vasallos, el apoyo de la Iglesia, y, sobre todo, la unidad de la clase señorial gallega y el amparo de la monarquía castellana. La revolución irmandiña es la consecuencia del fracaso irreversible de una clase dirigente.

 

La prolongada y brutal ofensiva, desde 1369, de la nueva aristocracia trastamarista por hacerse con el poder social en Galicia encuentra pues, cumplidamente, la horma de su zapato con los irmandiños. La derrota moral, social y militar de 1467 supone sin ninguna duda el principio del fin de la nobleza feudal en Galicia, y, en definitiva, la entrada en la Edad Moderna, época de grandes luces pero también, hay que decirlo, de negras sombras para los gallegos.

 

¿Por qué las tensiones sociales acumuladas, a lo largo del conflictivo siglo XV gallego, estallan precisamente en la primavera irmandiña de 1467? Desde 1465 se produce cierto vacio de poder en la Corona de Castilla y León, como consecuencia de la guerra civil entre Enrique IV y  Alfonso XII, debilitadora del poder real en ambos bandos. Vacio  que la formación de la Santa Irmandade llena de inmensas ilusiones en un pronto cambio de unas relaciones sociales marcadas por los abusos de los señores laicos. Los abusos señoriales se habían convertido en Galicia, a mediados del siglo XV, en usos y costumbres.

 


El reino de Galicia siguió siendo fiel a Enrique IV, en concreto las ciudades y los obispos, no así los grandes señores -no todos- como el Conde de Benavente y Juan Pimentel, el Conde de Santa Marta y Juan de Zúñiga, el arzobispo de Santiago Alonso de Fonseca, el Conde de Lemos o Fernán Pérez de Andrade, que entre 1465 y 1467 militan de forma más o menos consecuente y activa en el bando del príncipe Alfonso. La Galicia popular, leal a Enrique IV, no tardará en pasar la factura antiseñorial, confundiendo sus intereses sociales con los intereses políticos, más coyunturales, del rey y su Corte de domeñar a la nobleza rebelde.

 

La demanda

 

Mientras la nobleza gallega se divorcia del rey legítimo, alineándose con la rebelde nobleza castellana, arrecian las peticiones de hermandades para Galicia por parte de los más importantes concejos urbanos a fin de salvaguardar la justicia, la paz y la seguridad del reino, frente a los señores y sus fortalezas. Santiago, Betanzos, Pontevedra, A Coruña, Ourense, Lugo y Ferrol, bien por grupos bien separadamemte, solicitan urgente y repetidamente al rey consentimiento  para la formación en el reino de Galicia de la hermandad que ya venía funcionando en Castilla y León desde finales de 1464. Las ciudades no obtienen resultado alguno hasta 1467; pesaba indudablemente en Enrique IV el temor a que la institución de las milicias populares entrañase la decantación definitiva en favor de Don Alfonso de caballeros poderosos  y oscilantes como el Conde de Lemos, el Conde de Santa Marta o Juan de Zúñiga, y aún que tal medida en favor de los vasallos molestase incluso a los señores gallegos que eran de su bando.

 


Todo indica que la demanda gallega de la hermandad más efectiva parte de Betanzos y tiene como lider al notario Joan Branco, después diputado y capitán general irmandiño. Betanzos,  conjuntamente con A Coruña, Pontedeume, Ferrol y As Mariñas, acaba logrando la carta de Enrique IV para la constitución de la Santa Irmandade del reino de Galicia, que después será pregonada en plazas y calles. Ya en mayo de 1465, nuestro Joan Branco aparece representando a Betanzos y a Galicia en las Cortes de Salamanca, junto con las restantes ciudades partidarias de Enrique IV, quien al mes siguiente hace ciudad a la villa de Betanzos, le devuelve el voto en Cortes y le otorga la condición realenga: "ESTA CIBDAD ES DE LAS DEL REI", hacen grabar a continuación los betanceiros en la puerta de la ciudad. Enrique IV antes de su muerte reconoce el protagonismo irmandiño de Betanzos y agradece a dicha ciudad, concediéndole una feria franca mensual, "el levantamiento y hermandad que fecistes con las otras ciudades, villas y lugares y fortalezas del mi Reino de Galicia de que fuistes causa y principio, por servicio mío, teniendo mi voz".

 

Hermandad tenemos

 

La llegada a Galicia de la hermandad que aprueba y ordena Enrique IV es como la chispa que incendia la yerba seca.

 


La hermandad que vino de Castilla es el gran aguijón que hace aflorar el sentimiento colectivo de agravio acumulado durante largos años por los vasallos, campesinos y ciudadanos, contra los señores gallegos que habían transformado las innumerables fortalezas en nidos de malhechores, y que habían extremado en el siglo XV, por la vía de la coerción y de la ocupación de los tradicionales señoríos eclesiásticios, los tributos y derechos señoriales hasta el punto de poder hablar, con todo rigor, de una segunda feudalización de Galicia.             

 

La venida de la Santa Hermandad proveía a  los populares de la razón legal, de la organización y de la unidad, que precisaban para liberarse del miedo colectivo ejerciendo masivamente, con posibilidades de éxito, el derecho de resistencia a la tiranía, convirtiendo en definitiva el sentimiento oculto de agravio en una gran fuerza social justiciera.

 

El apoyo del rey a la formación de la Santa Irmandade del reino de Galicia fomenta la libre participación e iniciativa popular, precisamente por su carácter más simbólico que material. La fuerza de los corregidores castellanos enviados por el rey Enrique y su Corte, acompañados de gente a pie y a caballo según algunos testigos, consiste sobre todo en una presencia simbólica, representando al rey, en los actos constituyentes irmandiños. La nueva hermandad terminará por organizar vastos ejercitos populares muy superiores en número a la gente de armas que pudo haber mandado el rey de Castilla, conocedor a posteriori de los hechos revolucionarios de los irmandiños.

 

La representación imaginaria del poder real que más eficazmente remueve al comienzo las mentalidades colectivas es la primera carta de Enrique IV estableciendo la hermandad justiciera gallega, cuyo contenido permanece en la memoria popular al ser pregonada "en todas las villas y lugares del Reino de Galizia". Rememora un viejo campesino irmandiño: "el dicho rey mandava sus provisiones al dicho Reino de Galiçia para que la gente común del dicho Reino se juntasen e fiziesen en hermandad y tomasen y derrocasen las fortalezas". Los más calificados dirigentes urbanos y rurales de la Santa Irmandade poseerán copias de los documentos reales autorizando la revuelta, especialmente de la segunda carta autorizando explícitamente los derrocamientos en curso.

 


Los alcaldes irmandiños asumen su poder, simbolizado en las varas de justicia también llamadas varas de hermandad, como delegados del rey. Algunos testimonios ven en los corregidores los mediadores que trasmiten autoridad a la nueva institución para hacer justicia: "viniera un corregidor...el qual por mandado del dicho rey fiziera juntar la dicha gente común en la dicha hermandad e fiziera alcaldes en ella y les dio baras de justiçia para que castigasen los malfechores e para que derrocasen las fortalezas del dicho Reino". "Hermandad tenemos", declara un testigo presencial que oyó decir en 1467 a dos alcaldes irmandiños del Salnés que volvían de donde estaba un  corregidor real que les había dado varas de justicia, el atributo del poder. Naturalmente, no quiere ésto decir que dicha relación se diesen directamente en todos los actos fundadores de las hermandades locales, que pronto se organizan y actuan por su cuenta. La presencia de representantes reales deja de ser objeto de mención especial conforme la gran hermandad se extiende, la iniciativa pasa a la gente común y la revuelta se radicaliza.

 

La elección de los alcaldes, diputados y cuadrilleros de la Santa Irmandade tiene lugar en grandes asambleas, que se comienzan lógicamente con la lectura pública de "çierta provisión y mandado del rey", como la celebrada en el alto de Santa Susana de Santiago, donde se reunen para oir y decidir conjuntamente los vecinos de la ciudad y los campesinos de las tierras de Barcala, Altamira y Cordero. Al mismo tiempo que el común de las ciudades, entran en la escena los campesinos de los alrededores de las ciudades, movilizándose finalmente las parroquias rurales de todo el reino, la mayoría de los gallegos. A medida que el protagonismo se amplía por la base y se derrama por Galicia entera, el movimiento irmandiño se hace más espontáneo, menos político y más social, esto es, directamente antifortaleza y  antiseñorial.

 


Y el reino se asosegó

 

La eficacia de la hermandad gallega ejecutando "grandes justicias" fue inmediata y extraordinaria; ello le dió de entrada a los irmandiños un formidable prestigio entre la población y aun ante las instituciones oficiales.

 


El cronista Alonso de Palencia destaca, respecto del resto de las hermandades de Castilla y León, la ejemplaridad de la actuación justiciera irmandiña: "En corto tiempo los gallegos no sólo arrancaron de las selvas a los facinerosos y los arrastraron al patíbulo, sino que se apoderaron de fortalezas tenidas por inexpugnables". Problema éste de hacer valer la justicia nada fácil de resolver: detrás de los "facinerosos" estaba la nobleza gallega, cuando no eran los propios caballeros quienes perpetraban los delitos. No sólo el siempre lejano y ahora debilitado poder real  resultaba impotente para hacer respetar el derecho en Galicia, tampoco la eficacia de la justicia ciudadana  era capaz de garantizar la seguridad y la paz, en el mejor de los casos, más allá de las murallas de las urbes, o sea, en la mayor parte del reino. En el País Vasco, por ejemplo, pese  a la visita de Enrique IV en 1457 la hermandad no había logrado, hacia 1463, el castigo de los malhechores y el mantenimiento del orden público. Siendo si acaso más notorio el fracaso de la hermandades medievales en el reino de Aragón, que dice un historiador no supieron suplir la incompetencia de los oficiales reales y pacificar el país, asolado por las banderías y los bandoleros, sobre todo en el siglo XV. La justicia ejemplar practicada de 1467 a 1469  por la hermandad popular gallega antecede a la acción posterior de la monarquía: recordará, enseñará y facilitará  al futuro Estado el camino a seguir para ganar el aplauso de la población, en Galicia, pero también en el conjunto de los reinos unificados de las Coronas de Castilla y Aragón.

 

En Galicia tendrá gran repercusión el llamamiento de la Junta de Fuensalida de la hermandad general de Castilla y León de remitir a la siguiente la Junta en Medina, que se celebra  durante el mes de abril de 1467, memoriales de agravios que pronto adoptan un inequívoco tinte antiseñorial y milenarista. Listas de agravios nos traen a la memoria, salvando las obvias distancias de tiempo y lugar, los cahiers de doléances de la primavera de 1789 que anuncian y preparan la Revolución Francesa. Los campesinos orensanos de Sande y los pescadores de Vilanova de Arousa, por ejemplo, sin estar presente más autoridad que los alcaldes locales irmandiños, redactan sendos cuadernos de agravios contra el Conde de Benavente y Juan Pimentel, y contra el arzobispo de Santiago y Suero Gómez de Soutomaior, respectivamente, planteando reivindicaciones muy centradas en el carácter abusivo y agraviante de las rentas señoriales.

 

Y también la Iglesia gallega se hace representar ante los diputados de la Junta de Medina en demanda de justicia: el monasterio de Celanova consigue en dicha Junta un mandamiento escrito al objeto de que le sea devuelto el coto de Rabal, que "o señor conde e condesa de Santa Marta lles avía tomado e ocupado por força", y a renglón seguido, el 10 de junio, el alcalde de la Santa Irmandade del Val de Celanova cumple el acuerdo de Medina y da posesión al abad del mencionado coto que "perteçía de dereyto ao dito mosteyro de Celanova".

 


El rasgo predominante de la actividad irmandiña en vísperas del asalto general a las fortalezas, en la fase por consiguiente de formación de la Santa Irmandade, será en efecto la reparación de daños y agravios, el ejercicio de la justicia ordinaria por parte de unos jueces extraordinarios: los alcaldes de la hermandad, quienes poseían las varas de justicia, sin duda los cargos dirigentes más numerosos  y con más poder decisorio, civil, de la hermandad y de la revuelta antiseñorial que siguió. En aquellos tiempos administrar justicia era igual que gobernar: quien tenía la justicia tenía el poder. Y los recién nombrados dirigentes irmandiños, al margen del envío particular de escritos reivindicativos a Medina y sin esperar los resultados de dicha Junta, se afanan por hacer por fin justicia, sin esperar órdenes superiores, ya que es la primera y fundamental tarea de las nuevas autoridades pues "por quitar las muertes y robos que se hazían" se había levantado la gran hermandad.

 

Joan Branco es recordado sesenta años después por haber encargado a dos hombres de la hermandad la investigación de un pequeño hurto. Pero lo que fundamenta la celebridad justiciera de la hermandad -antes del derrocamiento de las fortalezas, claro está- es el ajusticiamiento de malhechores: "los alcaldes de la dicha hermandad azían justiçias e asaeteaban e quando justiçiaban alguno dezían e sonaban el pregón que aquello mandaban el rey e la sancta hermandad". Era típico de las hermandades el ajusticiamiento por saeta, atravesando con flechas el cuerpo del reo. Procedimiento sumario que aplican los irmandiños en la fase de acumulación de agravios para castigar a afamados malhechores, y también para reprender pequeños hurtos y aún reprimir cualquier desobediencia marginal a la Santa Irmandade, según algún testimonio. La ejecución de la  pena de muerte tenía como finalidad inmediata dar crédito y popularidad al nuevo poder, y asustar a los delincuentes que hasta ese momento campaban por sus respetos en el reino de Galicia.

 


Los ejecutados venían a ser malhechores comunes, y escuderos y otros servidores de las fortalezas señoriales; los caballeros que son gravemente inculpados como bandoleros por la opinión popular no van a ser castigados en sus personas por la rígida justicia irmandiña, aunque incuestionablemente hubieron de sentirse afectados y hasta temerosos de la dureza justiciera de la emergente hermandad popular. Ni las fuentes históricas contrarias ni menos aún las favorables informan que los irmandiños hubiesen ajusticiado entre 1467 y 1469 a alguno de los caballeros cuyas actividades malhechoras denuncian los populares, a menudo agriamente, como causa y justificación de la revuelta. Una peculiaridad notable de la revolución irmandiña es, en suma, la ausencia de venganzas personales de los vasallos contra sus derrotados señores, fuera de los caidos en los enfrentamientos propiamente militares: la violencia física de los sublevados se focalizó en las fortalezas de los señores; lo que también ayuda a que el final de la revuelta sea prácticamente sin represión.

 

La elección del objetivo material de la rebelión de los vasallos gallegos prueba su inteligencia colectiva: una vez derrumbados los castillos y las torres de los caballeros, "dicho Reino se asosegó", proclama un testigo presencial, zapatero de Betanzos.

 


Prueba de que la paz volvió a Galicia bajo el poder irmandiño es que el cabildo de Santiago puede, en 1468, plantearse tranquilamente la reparación de los desperfectos que había sufrido la catedral durante las guerras pre-irmandiñas. En ese mismo año se lamentan dichos canónigos compostelanos de que la justicia seglar, celosa en exceso, sustituía a la justicia eclesiástica y llevaba presos a la cárcel del concejo a los clérigos que delinquían. No desciende pues el interés y la atención de la hermandad, más bien sucede lo contrario, por mantener el respeto y la vigencia del derecho y de la justicia, después del triunfo del levantamiento armado de la primavera de 1467. El ambiente justiciero impregna de tal modo la vida social bajo el poder irmandiño que se dan casos como el que sigue: el 24 de enero de 1469 llegan a un acuerdo arbitral (por medio de hombres-buenos), mercaderes de Santiago y vecinos de la tierra de Montaos, compromentiéndose éstos a pagar a los ciudadanos las mercancias que les habían robado por orden del caballero Alvaro Pérez de Moscoso, a cambio de que los primeros les perdonasen la injuria; el hecho de que ya se esté fraguando la reacción señorial interna no invalida ni neutraliza un logro irmandiño que va afectar perdurablemente las mentalidades: el deseo colectivo vivir seguros, en paz y con arreglo a una justicia entendida, en el umbral de la Edad Moderna, como incompatible con la hegemonía de los grandes caballeros y de las fortalezas feudales.

 

Todos a una

 


Los testigos emplean a menudo el lema "todos a una" para describir cómo se produjo el asalto a las fortalezas y la confrontación militar con los caballeros recalcitrantes; expresión muy de la época que explica al fin y al cabo el éxito de la insurrección popular. Unidad y solidaridad son conceptos que están muy presentes entre los protagonistas irmandiños, al igual que sucede en cualquier otra revuelta o revolución de raíz popular, en especial cuando pasan por sus etapas ascendentes. Frente a la desunión de los señores de Galicia que se robaban y saqueaban los unos a los otros, a los "tiempos rotos" preirmandiños como sinómimo de tiempos de guerras, robos y violencias: los rebeldes ofrecían y practicaban la unidad de la hermandad, la unidad de los pueblos y de la gente común, la unidad del reino contra las fortalezas. Los testigos subrayan a menudo el hecho de que "andubieron juntos" como una característica básica del movimiento irmandiño, intimamente relacionada con la vastedad de la participación de la población en él. Aspecto primordial del levantamiento social de 1467, que lo va a diferenciar de los habidos anteriormente, es por ello la solidaridad efectiva entre los campesinos y los ciudadanos, entre unas y otras hermandades y localidades del reino de Galicia: "la dicha hermandad se favoresçía con gente de otros lugares a otros y de otros a otros". Sobra decir la importancia militar que tuvo el hecho de la ayuda mutua entre los insurrectos de diferentes localidades y provincias. Una de las novedades históricas de la  sublevación de la hermandad de 1467 es, en una palabra, su carácter netamente gallego: el sujeto principal es el pueblo y los vasallos de Galicia, quienes actuando conjuntamente contra los señores, caballeros y prelados de Galicia, desarrollan su revolución en el ámbito geográfico y político del reino de Galicia, organizando un nuevo poder autónomo, las Xuntas da Santa Irmandade do Reino de Galicia, de las cuales procede como es lógico, desde el punto de vista histórico, la actual Xunta de Galicia.

 


La evidente intervención en 1467 de la gente común, esto es, de aquellos que políticamente estaban al margen de las instancias de poder y que socialmente pertenecían a los estamentos no privilegiados de la población, es un hecho histórico excepcional, ya dijimos que raramente sucede más de una vez en la historia de un pueblo, e implica un fuerte protagonismo de la multitud en la revuelta. La insistencia de los documentos en que "todos" los vasallos eran contra sus señores, y que el conjunto de la gente del reino intervino en la insumisión, que adoptó por ende un carácter "irresistible", según reconocen sus propios adversarios, resulta corroborada por los brillantes resultados militares de los irmandiños en 1467-1468.

 

Las cifras concretas proporcionadas por los testigos al representar los ejércitos irmandiños de la fase ascendente son sobradamente indicativas de la amplitud declarada de la participación popular, si bien no han de ser tomadas al pie de la letra: 80.000 hombres levantados en armas en toda Galicia, 30.000 persiguen al Conde de Lemos, de 10.000 a 12.000 en el arzobispado de Santiago, de 12.000 a 15.000 en la tierra de Lemos, de 5.000 a 6.000 en el ataque de la hermandad a Monforte.

 

Las tomaban por combate

 

El momento trascendental de la revuelta irmandiña es el paso, en abril de 1467, de la hermandad que hace justicia con los pequeños malhechores y se reduce a tomar bajo su control las fortalezas del reino, a la hermandad que derroca dichas fortalezas y se enfrenta militarmente a los grandes caballeros, armando para ello a campesinos y oficiales artesanos. Un vecino de aldea narra que estando en Santiago por causa de un pleito que tenía con un vecino, ante dos alcaldes de la Santa Irmandade, oyó un pregón irmandiño ordenando que "ninguno oiese pleito hasta que la Barrera fuese tomada y después oio dezir que la tomaran y derrocaran los dichos alcaldes y gente de la dicha hermandad". La fortaleza era colectivamente percibida en Galicia, a finales de la Edad Media, como la fuente de los males y de los daños que sufría la gente, como el gran símbolo material del mal; lo que para sus propietarios y sectores afines era un exceso, el derrocamiento, para los campesinos y los vasallos y sectores afines -si excluir a oficiales reales- era un acto de justicia, el grado máximo de la acción de una justicia eficaz.

 


Del 22 de abril de 1467 data la primera noticia documentada, en Ourense, del inicio de la fase armada del levantamiento irmandiño. Primeramente, la hermandad local recibe un préstamo del concejo para pagar el traspaso del Castelo Ramiro a un hombre del caballero Alvaro de Soutomaior, que tenía usurpada la fortaleza episcopal más valiosa y peligrosa, que pasa de este modo a manos de los irmandiños. Después, parte de la hermandad de Ourense con su alcalde mayor Nuno Dousende a la cabeza, y la gente común, derroca dicha fortaleza con la ayuda de canónigos de la catedral. Posteriormente, en el mes de mayo, el sector moderado de la hermandad y del concejo, que ya el 20 de abril había defendido a Alvaro de Soutomaior y sus fortalezas frente a los irmandiños del obispado de Tui, se oponen ahora a los derrocamientos en marcha de las fortalezas del Ribeiro por parte de la hermandad y los campesinos de la zona. Los acontecimientos de la ciudad de Ourense, cuya hermandad aparece siempre más dividida entre radicales y moderados que la de otros lugares de Galicia, demuestran como la idea de echar abajo las fortalezas surge por la vía de los hechos consumados, por iniciativa del ala más antiseñorial del concejo y de la gente común, artesanos y campesinos, que en definitiva serán los que nutran mayoritariamente las unidades militares que echaran abajo los castillos medievales de Galicia. Imponiéndose finalmente la unidad de la hermandad, y del reino, alrededor de la idea más popular de derrocar todas las fortalezas, que resultó ser la solución más efectiva por mor de su propia radicalidad, porque iba a la raíz del problema eliminado para siempre la base material de la actividad delictiva y refeudalizadora de los señores y de sus mercenarios.

 


En la Xunta de Melide la hermandad se reune con los nobles del reino y les pide que entreguen sus fortalezas al nuevo poder, cosa que logran, salvo determinados caballeros que se oponen. El proceso de toma de posesión de las fortalezas, estaba ya seguramente en marcha cuando se juntan las hermandades de toda Galicia en Melide. La negativa de algunos señores y alcaldes de fortalezas a dar éstas a la Santa Irmandade, aumenta y se extiende indefectiblemente al correr la noticia de los derrocamientos más precoces, como el del Castelo Ramiro, generalizándose entonces los asedios y asaltos de los castillos recalcitrantes: "los tenían çercados hasta que xe las entregaba e dellas dize que oia dezir que xe las tomaban por conbate".

 


No era nada fácil tomar por combate una fortaleza medieval, que los irmandiños lo lograsen tan ampliamente, se explica, en último extremo, por la superioridad numérica de los asaltantes y la ira justiciera que los impelía. Por ejemplo, la Rocha Forte que era tenida por "muy fuerte", que no la habían conseguido tomar y derrocar unos años antes con "tres trabucos" el Conde de Trastámara y otros caballeros, con la ayuda de la ciudad de Santiago y de otros concejos: fue sin embargo abatida por la mal llamada "hermandad fuzquenlla", según informa un clérigo contrario a los irmandiños. Los caballeros  y señores del reino no habían podido resistir los cercos que habían puesto "los pueblos y gente común", y los diputados y alcaldes irmandiños, "con mucho ynpetu y fuerça de armas e ayuntamiento de gentes". La determinación guiaba a las multitudes que atacaban, "cada jurdiçión la suya", las fortalezas señoriales refractarias: "quando querían tomar alguna se juntaba mucho número de gente y estaban sobre ella hasta que la tomaban y derrocaban" . No extraña que, luego, el apasionamiento colectivo les llevara a procurar que "no quedara en ella piedra con piedra", según el testimonio de excepción de un cantero de ochenta años que de joven había derribado fortalezas, y cuyo padre, un  campesino del cual nuestro delarante habla con orgullo, había sido en 1467 alcalde de la Santa Irmandade.

 

Como es natural "andaban todos armados" con espadas, lanzas, ballestas, escudos y otras armas. La  gente común se proveía de las armas blancas que eran usuales en aquel tiempo, con las cuales era llamada a servir militarmente a sus señores en las guerras feudales. También disponían los ejércitos irmandiños de artilleria: las tradicionales catapultas o trabucos, y asimismo bombardas o lombardas, cañones primitivos que funcionaban con pólvora. En algún pregón insurreccional se llega a convocar a los vasallos insurrectos con "armas y  martillos y picos y derrocar fortalezas"; a buen seguro la finalidad de las herramientas de cantería no era otra que la consigna citada de que no quedase después piedra con piedra de las fortalezas acometidas.  Al final, las prisas en ver caer las piedras y la inexperiencia, se cobran sus víctimas; los de Padrón llegan a alquilar unos pedreros para echar abajo las Torres del Oeste, pese a ello: "cayeran las piedras e les quebraran las piernas e los llebaban en carros", claro que "agora los be hestar derrocados", añade nuestro informante de 1527, un labrador de San Pedro de Dimo, parroquia de Catoira.

 


Estamos convencidos de que el número de fortalezas, más de 140, que aparecen en el pleito Tabera-Fonseca y otros documentos, como derribadas por los irmandiños, queda por debajo de la realidad. A la lista resultante compuesta por los castillos y torres más importantes y conocidos del reino, tendríamos que agregar torres y casas-torres más pequeñas, y todavía fortalezas derribadas en jurisdicciones poco o nada citadas en la documentación que ahora manejamos: el número final sería indefectiblemente mayor. Lo más exacto sería, en nuestra opinión y siguiendo los testimonios contemporáneos, partir de que "todas" fueron derrocadas... y contar las excepciones. En 1468, en plena revuelta, ya se decía que no "deixaron fortolleza en todo o reino de Galiza"; y durante más de sesenta años la tradición popular y favorable repite que "diputados y gentes de la dicha hermandad derrocaran todas las fortalezas y castillos del dicho Reino de Galizia de señores y caballeros del que no quedó ninguna", así como la tradición nobiliaria y contraria que también asegura que "la hermandad derrocara todas las fortaleças". Para recalcar que los irmandiños habían destruido todas las fortalezas, la memoria colectiva precisa excepciones al objeto de demostrar la regla, si bien luego siempre hay algún testigo que incluye algunas excepciones en la lista de las derrumbadas. La más nombrada, y menos desmentida, como no abatida por los sublevados es la fortaleza de Pambre, alguien dice que porque "no la pudieron tomar", lo cual subraya que las demás fortalezas del reino si pudieron ser apresadas y echadas abajo.

 

El triunfo de los gorriones

 


Protagonistas y aún antagonistas de la revolución irmandiña emplean profusamente el adjetivo "todos", variando el género y el número, para acentuar lo extraordinario de los acontecimientos evocados. Un azabachero compostelano declara reiterativamente que "todos" los pueblos y gente común acordaran, para sosiego del reino,  "todos" armados de muchas armas, ir a derrocar "todas" las fortalezas y casas fuertes y torres que tuviesen los señores... Otros dicen que se habían levantado en armas "todos" los lugares, ciudades y tierras, o bien "todos" los vasallos; en fin, "porque andaba mucha gente en la dicha hermandad que hera todo el Reino rebuelto y questo hes así la verdad", dice un testigo campesino. Insistir en el carácter total, universal, del levantamiento y de su obra justiciera es una de las maneras exhibidas para manifestar la "superioridad o ventaja que se consigue del contrario en disputa o lid", es una actitud que corresponde en consecuencia con la definición actual que proporciona el diccionario del concepto de  victoria.

 

La mentalidad triunfal nacida en 1467 predominará en la opinión pública de Galicia, a pesar de las derrotas irmandiñas de 1469,  hasta bien avanzado el siglo XVI, salvo entre los nobles, cuyos portavoces literarios (especialmente Vasco de Aponte y Felipe de la Gándara) elaboran una versión contraria, en un principio minoritaria, que pone el acento en las derrotas de 1469. Versión caballeresca que a mediados del siglo XIX, cuando el historiador Benito Vicetto descubre a los irmandiños, aparecer como la versión oficial y única que  se deduce de la documentación conocida entonces, toda vez que  la tradición oral, popular y también eclesiástica, de los protagonistas de la revuelta se había interrumpido  pasados más o menos cien años de 1467. Hoy, la tarea del historiador consiste en recuperar los hechos irmandiños tal como sucedieron y fueron pensados, sentidos e imaginados por los que participaron en ellos, sin olvidar a los contrarios de los sublevados.

 


                Un símbolo gráfico de la bondad, la santidad y la voluntad de victoria de los ejércitos irmandiños son las banderas blancas que portaban, que algunos malintencionados llamaban "sudarios". Pero ninguna imagen expresa mejor el sentido histórico de la revuelta de la Santa Irmandade que la metáfora siguiente: "les oía dezir que los gorriones abían de correr tras los falcones". Así consta en la declaración de un vecino de Betanzos, testigo visual de los sucesos de 1467, que para que no quede duda del significado atribuido a dicha frase, añade a continuación que "bió que los de la dicha hermandad corrían tras de los dichos caballeros hasta que los hizieron yr de dicho Reino". Además de una vívida representación colectiva de la rebelión irmandiña como una marcha triunfal, dicha metáfora popular revela de un golpe las motivaciones justicieras, antiseñoriales e igualitarias de los gorriones-insumisos que una vez depuestos y arrojados del reino los señores-halcones, y bien destruidas sus fortalezas-nidos de malhechores, quedan ellos, los comunes gorriones, dueños del Reino de Galicia, a partir de ahora un reino de paz, justicia, seguridad, unidad y solidaridad, gobernado por la Santa Irmandade...

 

El ejercicio del poder es un problema clave que la revolución irmandiña resuelve de un modo consciente y satisfactorio: concentrando en  la hermandad la administración de la justicia, el poder militar y también el cobro de tributos, antes todo ello en manos de la clase señorial. Funciones de gobierno que desempeñan, por supuesto, en nombre de un distante rey de Castilla que dejaba hacer, entre otras cosas porque no tenía otra alternativa, aunque le disgustaban los "excesos" de la hermandad.

 


En aquel tiempo, la clase dirigente feudal había sustituido el orden por la anarquía, la justicia por la ley del más fuerte: "andaba la gente en el Reino a quién más podía más hazía e no osaban las gentes de andar por los caminos seguros", denuncia un mercader. Con la formación de la Santa Irmandade del Reino de Galicia se instaura una típica situación de doble poder que acaba resolviéndose, social y militarmente, en favor de los rebeldes. Abundan los testimonios que aseguran que, en 1467, "podía más la hermandad que no ellos", los señores del reino, afirma un labrador de Padrón que cuenta fascinado como un simple campesino de Ribadulla, Bartolo de Freiría, había llegado a ser capitán de la hermandad, estando como estaban las funciones militares reservadas a los hidalgos: "e hacía lo que quería que ninguno se lo estorbaba". La fuerza del movimiento irmandiño consistía en que los propios vasallos formaban y sostenían a la hermandad, dejando masivamente de obedecer a sus señores que "no tenían gente ni ninguna persona" en su favor, dice  un campesino con ese tono absoluto tan característico, útil para aclararnos la causa básica de que la hermandad llegara a tener "la gobernaçión de dicha çiudad e tierra" a lo ancho y largo de Galicia.

 


Entre las primaveras de 1467 y de 1469 el poder de la Santa Irmandade en el reino de Galicia es incuestionable. La primera explicación es ciertamente la unidad y unanimidad del levantamiento armado; la segunda es el apoyo real obtenido por los sublevados, casi tres meses después del comienzo de la insurrección contra las fortalezas. Primeramente Enrique IV, el 25 de abril de 1467, se opone tajantemente a la toma por la hermandad, en la provincia de Ourense, de las fortalezas y de los bienes de los Condes de Santa Marta y de Juan de Zúñiga, preguntándole a los rebeldes las "cabsas que a ello vos mueven", exigiendo el fin de los cercos y la restitución de las fortalezas, villas y tierras a dichos señores. La gente de la hermandad no obedece, y el 19 de junio el rey insiste en que devuelvan la villa y fortaleza de Monterrey al caballero de su bando Pedro de Zúñiga; la Xunta de Betanzos responde el 13 de julio dando largas al asunto y remitiendo de nuevo el tema al rey Enrique IV, que unos días antes, el 6 de julio de 1467, a petición de los rebelados, ya había firmado una carta, redactada significativamente por el secretario y después cronista Fernado de Pulgar, autorizando los derrocamientos de fortalezas en Galicia y ordenando a los alcaldes de las fortalezas aún cercadas que las entregasen a los irmandiños, agregando siempre la coletilla "delas quales se fasían robos et muertes", que para los insurrectos eran naturalmente todas las fortalezas del reino. Esta carta del rey fue sin duda primordial -el rey era la fuente suprema del poder terrenal- para que la revuelta popular contra las fortalezas alcanzase plenamente sus objetivos: las instancias dirigentes irmandiñas la copian, propagan y enseñan por doquier, al contrario de lo que sucede con las restantes cartas pro-señoriales del rey de Castilla, de significación eso sí más particular. La carta de Enrique IV autorizando los derrocamientos irmandiños va a eclipsar la primera carta estableciendo la hermandad en Galicia, y ratifica concluyentemente la validez de las declaraciones de los testigos pro-irmandiños del pleito Tabera- Fonseca, que aseguraban que los derrocamientos habían tenido el permiso del rey, si bien la minoría contraria reflejaba la otra parte de la siempre compleja verdad al aseverar que los actos revolucionarios habían sido efectuados por la propia autoridad de sus participantes, puesto que el rey en ésto de los derrocamientos no hace más que, viéndose incapaz de impedirlo, avalar hechos consumados.

 


Los protagonistas irmandiños, y la generación que sigue, repiten, y  aciertan a tenor de los hechos, que a los señores gallegos les había sido imposible resistir a los derrocamientos: toda la gente común del reino era contra ellos "y sus mismos vasallos y ellos no tenían baledores ni con que se defender", notifica un anciano pescador de Pontevedra que había participado en la insurrección. Viene a continuación la huida a Castilla de los "caballeros prinçipales" del reino, broche de oro del levantamiento armado de la Santa Irmandade que consolida visiblemente el sentimiento colectivo de victoria. Los más madrugadores fueron Diego de Andrade y Sancho de Ulloa que ya desde la Xunta de Melide escapan para Castilla, seguramente por negarse a entregar las fortalezas. Pero la huida más trascendente y más celebrada por los armados gorriones es la del Conde de Lemos, el señor feudal más importante del reino de Galicia; incluso argumenta alguno que si el Conde de Lemos no había podido defender sus fortalezas teniendo que huir a Castilla, menos podrían haber resistido a la hermandad los demás caballeros gallegos. La versión nobiliaria, a pesar del hecho cierto y conocido de la huida del Conde de Lemos, habla de sus victorias en 1467, de cómo el famoso Conde venció a los irmandiños matando a 400 de ellos en la batalla de Monfierro y cómo se defendió después en Ponferrada, etc.; versión contraria que nos permite complementar y matizar la ofrecida por los protagonistas, que caen a menudo en la imagen de la revuelta como un paseo triunfal y libre de obstáculos.

 

Un segundo sector de la hidalguía y de la nobleza gallega apoya activamente a los rebeldes populares, ocupando algunos caballeros capitanías territoriales de la hermandad, cargos que detentan también jefes militares de origen plebeyo sistemáticamente olvidados por las fuentes nobiliarias. Fueron capitanes irmandiños: Alonso de Lanzós, Diego de Lemos, Pedro Osorio, Lope Sánchez de Moscoso, Lope Pérez Mariño de Lobeira, Fernando Díaz de Teixeiro, Sueiro de Noguerol, Pedro Arias de Aldao y otros. Unos se mantienen hasta el final del lado de los populares; otros vuelven al seno de la nobleza en el curso de la contraofensiva 1469-1472.

 


Un tercer sector de la nobleza gallega sufre en 1467 más o menos forzadamente el exilio interior, o bien incluso permanecen en Galicia mostrando simpatía por la hermandad, como Gómez Pérez das Mariñas. En el primer caso están los señores que los insurrectos encierran en monasterios e iglesias, perdonándoles la vida, o escapados como Sueiro Gómez de Soutomaior que "andaba ascondidamente por la tierra". En todo caso nobles que no disponían de fortalezas ni de ejércitos privados mientras permanece en el poder la Santa Irmandade.

 


El triunfo de los gorriones contra los halcones es el triunfo de los vasallos contra los señores. No sólo los favorables a la revuelta dicen que "los mismos vasallos eran contra ellos", entendiendo por "ellos" los señores de Galicia, también testimonios contrarios como el de Lope García de Salazar dejan claro que "no quedaron con ellos sendos servidores que los sirviesen. Echáronlos de todas sus tierras e heredamientos, que un sólo vasallo ni Renta no les dexaron". Sin que conste explícitamente en los estatutos de la hermandad como objetivo, y menos aún en las cartas reales, tenemos de facto una revuelta antiseñorial: desde el primer momento los vasallos dirigen la rebelión contra el dominio social de los señores, cuyas funciones públicas son general y eficazmente impugnadas como inmorales y delictivas. Los protagonistas populares todavía sesenta años después reiteran que se habían levantado contra los "señores, caballeros y prelados" del reino, si bien ponen muy a primer plano los delitos comunes que perpetraban los caballeros y sus servidores desde las fortalezas.        

 

Además de  abandonar a sus señores, y oponérseles con las armas, los circunstanciales ex-vasallos dejan (como era de esperar) de pagar rentas y tributos, y es más ocupan -contra la opinión de Enrique IV-los bienes de los señores, sus fortalezas y sus tierras, de lo cual se quejará después agriamente la clase derrotada: una vez finalizada la Santa Irmandade les costará meses y hasta años retomar el poder en las jurisdicciones, sobre todo urbanas.

 

La asunción real en 1467 del poder, esto es, el ejercicio pleno de la justicia en una sociedad tan feudalizada como la gallega exige el control de las jurisdicciones señoriales. Por otro lado, la mayoría de los miembros activos de la Santa Irmandade, de sus unidades militares y del conjunto de sus cargos dirigentes, campesinos y oficiales artesanos, acusaban más los tributos señoriales que los robos que hacían los señores y sus agentes, quienes escogían principalmente como víctimas a burgueses y medianos propietarios; de ahí que los vasallos del campo y de la ciudad busquen liberarse de las cargas jurisdiccionales, y del dominio señorial, al mismo tiempo que abaten las fortalezas y hacen huir o esconderse a los señores "tiranos".

 

La sensación colectiva de que la insurrección popular no tiene marcha atrás, que anula la preocupación de conservar en pie los castillos para defenderse de una futura contraofensiva de los caballeros, impulsa grandemente, en especial en el campo, la revuelta antiseñorial. Este anhelo de vivir sin señores que insólitamente se plasma en la realidad durante la coyuntura irmandiña, está alimentado, entre elementos más materiales, de un componente imaginario y utópico muy movilizador: la voluntad igualitaria de los vasallos de liberarse permanentemente del dominio señorial era un sueño a finales del siglo XV, y en consecuencia a tres siglos de distancia de la Revolución Francesa. Además, ¿dónde se ha visto que los gorriones venzan a los halcones sin que éstos se tomen la revancha?

 

El regreso de los halcones

 


El fin de la guerra civil castellana (setiembre de 1468), animó a los nobles de ambos bandos a intentar acabar con la hermandad popular; en Salamanca "se levantaron cavalleros y hidalgos contra el pueblo...y el pueblo fue vençido", dando los cronistas este hecho como el principio del fin de las hermandades en Castilla y León. De hecho, en las Cortes de Ocaña (abril de 1469) se habla de las hermandades como algo pasado. La Santa Irmandade del Reino de Galicia, movimiento manifiestamente autónomo que había llegado más lejos en su revolución justiciera, antifortaleza y antiseñorial que las restantes hermandades, funciona todavía por su cuenta un tiempo, al margen de la nueva situación existente en Castilla, pero ésta termina por imponerse.

 

Los nobles gallegos ven ahora llegada la gran ocasión para recomponer su unidad perdida, para recuperar el poder perdido en Galicia. El 2 de abril de 1469, el irmandiño cabildo de Santiago se queja por las donaciones, que condena, de los bienes de la Iglesia de Santiago que el desterrado arzobispo Fonseca  había hecho, o pudiese hacer, al objeto de organizar con otros caballeros la reacción señorial. La entrada de los ejércitos de los señores gallegos exiliados  tiene lugar hacia la primavera-verano de 1469.

 

No tenemos datos que hagan suponer que Enrique IV -ni tampoco por otro lado Alfonso V de Portugal- promoviera o autorizara la decisión de los nobles desterrados de regresar bien armados a Galicia; más bien lo contrario, pues el rey apoya por carta a los concejos de A Coruña y Viveiro contra los nobles confederados contra la hermandad. Con todo, la marcha en mayo de 1469 de Enrique IV a Andalucia, dejando los asuntos del reino en manos de una troika de la que formaba parte el Conde de Benavente, enemigo declarado de los irmandiños, va a facilitar sin duda la incursión militar contra la hermandad de Galicia.

 


Tres son los ejércitos que penetran en Galicia. El primero lo organiza Pedro Alvarez de Soutomaior en el norte de Portugal, con la ayuda de parientes y amigos de la caballería portuguesa, y recorre el trayecto Tui-Pontevedra-Padrón-Santiago, encontrándose con Fonseca y Pimentel cerca de Santiago de Compostela, cuya conquista era un blanco esencial de los contrarrevolucionarios. El segundo ejército lo conduce el arzobispo Fonseca desde Salamanca, acompañado de Juan Pimentel, hermano del Conde de Benavente, así como de Pedro Vega y  otros caballeros de dicha ciudad; juntándose Pedro Alvarez con ellos en Balmalige, en las proximidades de Santiago. El tercer ejército lo introduce desde Castilla, donde también había encontrado refuerzos, el Conde de Lemos, que avanza desde Ponferrada hasta Monforte, viniendo con él Pedro Pardo de Cela, caballero  que pasando el tiempo, en 1483, será ajusticiado por los enviados  de los Reyes Católicos.

 

La iniciativa militar más importante es quizá la que protagoniza Pedro Alvarez de Soutomaior, el caballero gallego que más sobresale en la guerra anti-irmandiña, hazaña que suscita su ensalzamiento por parte de Vasco de Aponte.

 

Portugueses, castellanos y gallegos que vivían con sus señores en el destierro o bien que se unen a ellos al producirse la invasión y obtener ésta sus primeros resultados, componen por tanto los ejércitos de la reacción señorial en 1469.

 


¿Quién pago el reclutamiento de los ejércitos contrarios a la hermandad de Galicia? La pregunta no es ociosa, sabemos que los señores gallegos llevaban por lo regular dos años sin cobrar sus rentas y despojados de sus propiedades en el reino de Galicia. A Pedro Madruga, casado en el exilio portugués, fue su suegro, el caballero portugués Alvaro Pérez de Távora, quien "le dio mucha dote y más le ayudó con mucha gente de caballo e de pie para tomar todas estas tierras de Galizia, pagados a su costa por mucho tiempo", conforme nos informa el hijo de Don Pedro, Diego de Soutomaior. El arzobispo de Santiago, Alonso de Fonseca, para organizar su ejército "bendiera el patrimonio de su padre Diego de Azevedo". Y el Conde de Lemos, Pedro Alvarez Osorio, empeña su plata, a varios judíos de León, para reclutar las tropas con que ataca a las hermandades en el Bierzo y en Lugo. Es la disposición de patrimonio y de familiares fuera de Galicia, en Portugal y en Castilla, lo que permite a determinados linajes jugar un papel clave en la organización de la reacción anti-irmandiña.

 

La batalla de Balmalige, lugar cercano a Santiago, decidió probablemente el curso de la guerra al lograr las tropas de Pedro Madruga, Fonseca y Pimentel poner de ahí en adelante a la Santa Irmandade a la defensiva. La derrota de la hermandad fue debida a la audacia de Pedro Alvarez de Soutomaior, quién acometió sorpresivamente al capitán irmandiño Pedro Osorio y a sus 10.000 irmandiños, sin esperar a que éstos recibieran refuerzos de otras partes de Galicia, según relata Aponte. El arzobispo Fonseca puso a continuación un largo cerco a la irmandiña ciudad de Santiago; Juan Pimentel se dirigió a Lugo para "destruir" allí la hermandad; y Pedro Alvarez de Soutomaior se reune con Fernán Pérez y Diego de Andrade, Gómez Pérez das Mariñas, Sancho de Ulloa y Lope Sánchez de Moscoso, para todos juntos pelear con la hermandad de sus ex-vasallos al objeto de recuperar sus tierras y restaurar plenamente las relaciones feudales.

 


Podemos decir que la derrota irmandiña de Balmalige supone el fin de los irmandiños como poder gallego, como Santa Irmandade del Reino de Galicia, que no vuelve a realizar Xuntas generales. De ahora en adelante, la lucha entablada entre la gente de la hermandad y los antiguos señores de Galicia, que se prolonga hasta 1472, tendrá lugar en el ámbito de cada localidad o jurisdicción, utilizando los caballeros la táctica de ayudarse militarmente unos a otros, que habían visto dos años antes emplear exitosamente a sus vasallos. En opinión de Aponte (otras fuentes nos informan de una resistencia estuvo mucho más extendida), los "villanos revelados" más difíciles de sojuzgar y reducir fueron los de Andrade "que se los tenía tomados Alonso de Lançós, un muy esforçado cavallero". En la mentalidad de los caballeros feudales no entraba que campesinos y ciudadanos hubieran vivido los dos años de Santa Irmandade con justicia, sin fortaleza, sin ser de un señor, consideraban en consecuencia que los caballeros que ejercían de capitanes irmandiños habían sido sus señores; los testimonios nobiliarios enfocan por ello, a veces, la guerra de 1469-1472 como una pugna más entre caballeros por la posesión de tierra y vasallos, realzando el rol de los caballeros que estaban con la hermandad. Algunos como Lope Sánchez de Moscoso, Conde de Altamira, o Diego de Lemos, se pasan con armas y bagajes, uno antes y otro después, al bando señorial, otros como el mismísimo Fonseca recorren el mismo camino en la dirección contraria, alterando grandemente la relación de fuerzas en el preciso momento en que correspondía vencer y escarmentar para siempre a los osados y desobedientes vasallos rebeldes.

 

De victoria en derrota

 


Los ejércitos señoriales ganan las batallas en campo abierto pero fracasan ante las ciudades y villas amuralladas que continúan largo tiempo en poder de la hermandad. Las ingentes dificultades para retomar el control de sus jurisdicciones, junto con la tendencia secular de la clase señorial gallega de pelear entre sí, hacen renacer la guerra y la división entre los nobles en el momento que más necesitaban la unidad para ultimar la reconquista de sus vasallos y bienes. Todo ello en beneficio de las hermandades que dilatan así su existencia renovando la resistencia de los concejos al sector duro de la caballería bajomedieval gallega.

 


El 3 de noviembre de 1470 se unen ocho grandes caballeros contra el arzobispo Fonseca, la marquesa de Astorga (cuñada del capitán irmandiño Pedro Osorio) y las hermandades, acusando a Fonseca, que da un giro de 180º y pacta en Santiago con la hermandad, de desmemoriado y de haber "comenzado nuevamente levantarlos [a los pueblos] en hermandad para los destruir e ocupar las casas e fasiendas de los sobredichos caballeros y fidalgos". El juramento hecho por el Conde de Lemos, Juan de Zúñiga, Sancho de Ulloa, Pedro Alvarez de Soutomaior, López Sánchez de Moscoso, Diego de Andrade, Sueiro Gómez de Soutomaior y Diego de Lemos, entraña socorrerse mutuamente en caso de que el arzobispo y la hermandad les tomasen sus tierras, actitud harto defensiva a más de un año de la victoria señorial de Balmalige. El 20 de febrero de 1471 el problema sigue: en el monasterio de Carboeiro, la mencionados caballeros, salvo los dos primeros, renuevan su confederación contra las hermandades y el arzobispo Fonseca -ahora, en este orden- "para nos conservar en nuestras honrras y estados, y nos ayudar", esta vez junto con el representante del corregidor real Juan de Pareja, de quien solicitan 100 hombres a caballo a cambio de entregarle "algúm logar de nosos contrarios" cuando se lograra reconquistar. Los nobles confederados tienen pronto que atender un segundo frente: ayudar en Ourense al Conde de Benavente y a Juan Pimentel a tomar la Iglesia-fortaleza defendida por el Conde de Lemos con el apoyo de los vecinos, cosa que consiguen en enero de 1472, pactándose entre ambas partes las condiciones de la rendición. Dos fracturas obstaculizan pues la unidad señorial en la Galicia post-irmandiña: el arzobispo Fonseca contra los caballeros de la Tierra de Santiago por un lado, y el Conde de Lemos contra el Conde de Benavente por el otro.

 


A lo largo de la década de los 70 la relación de fuerzas en Galicia entre señores y vasallos está sujeta a un equilibrio inestable que impide a los caballeros consolidar posiciones e imponer después mayoritariamente la reedificación de las fortalezas. A partir de 1475, merced a la guerra entre Castilla y Portugal por la Corona de Castilla, se recrudece la guerra interna de la nobleza gallega, polarizada de nuevo entre Pedro Alvarez de Soutomaior, cabeza del bando portugués, y el arzobispo Fonseca (apoyado por no pocos antiguos irmandiños) por los Reyes Católicos: la derrota final de Pedro Madruga asestará un duro golpe a los halcones de 1469. El de Soutomaior ya no estará entre los seis grandes caballeros que reorganizan, "desechadas todas enemistades", la liga nobiliar gallega en octubre de 1477 para ayudarse militarmente contra los vasallos que "se levantaren en voz de hemandad contra el señor": en las Cortes de Madrigal de 1476 se había acordado levantar nuevas hermandades en los reinos de Castilla y León. Por fin, desde 1480, la balanza se inclina de nuevo en favor de los populares y de las fuerzas sociales, la Iglesia gallega en primer lugar, que habían apoyado en mayor o menor grado a la Santa Irmandade. El nuevo gobernador real, Fernando de Acuña, derriba decenas de fortalezas que había sido reedificadas en la década anterior, movilizando para ello milicias armadas de vasallos, a la manera irmandiña. Los nobles feudales gallegos, atenazados por unos vasallos en conflicto constante con ellos y por unos Reyes Católicos que buscan imponer en Galicia la autoridad del nuevo Estado, sufren un segundo destierro, esta vez  dorado para la mayor parte de ellos: los grandes caballeros pierden definitivamente el poder en el reino de Galicia, que pasa en algunos aspectos importantes a la Audiencia y a la Junta de Galicia, se convierten en cortesanos, integrándose los más en la aristocracia castellana. El modo del cambio, desde arriba, es bien distinto al de 1467: no es lo mismo que los señores huyan perseguidos por suss vasallos armados que tengan que marchar a Castilla obedeciendo una orden real de destierro. De una u otra forma, los vencedores de Balmalige son  veinte años después derrotados: los grandes señores fueron al final alejados de Galicia a la fuerza, mediando conflictos sociales o bélicos. A la larga, también los gorriones ganan a los halcones. Ahora bien, el triunfo final de quienes protagonizaron o apoyaron la revuelta de 1467, es posible porque la reacción señorial iniciada en 1469 es limitada, parcial; los señores se ven obligados a pactar, a perdonar, a no reprimir a los vasallos irmandiños que la tradición nobiliar denosta llamándoles de todo: "villanos, chusma, gente vil". Esta historia de cómo la Santa Irmandade vence después de que la suponemos muerta es desde luego otra historia, la otra parte de la historia de los irmandiños, lo que Vasco de Aponte no nos cuenta en esa excelente pero parcial, al igual que todas las demás, fuente histórica que es su nobiliario.

 

Ciudades en lucha

 


El resultado adverso alcanzado por la Santa Irmandade en las batallas campales de A Framela, Balmalige y Castro Gondían, se troca favorable en las ciudades. La destrucción de las fortalezas si bien resulta una medida correcta e inteligente desde el punto de vista social de los vasallos, sobre todo de los campesinos, no lo es militarmente, puesto que deja a los rebeldes sin fortificaciones para resistir la vuelta de  los ejércitos de la reacción nobiliar. Los irmandiños en 1469 disponían solamente de las murallas de los centros urbanos para guarecerse y defenderse, y las utilizan provechosamanente.

 

De siete semanas a un año, según los distintos testimonios, duró el cerco que puso el arzobispo Fonseca, aposentado en el convento de San Francisco, a la ciudad de Santiago, después del triunfo confederal en Balmalige. Asedio en el que hubo numerosos muertos y heridos, y donde el propio Fonseca estuvo a punto de morir al ser herido por los irmandiños compostelanos en una pierna. Acepta por último el arzobispo jurar los usos y costumbres de la ciudad, que a su vez lo admite de nuevo como señor; entrando pues en Santiago según testigos mediante un "concierto" o "pato", que por extensión implica a todas las villas y lugares de la Tierra de Santiago, el señorío jurisdiccional más extenso e importante del reino de Galicia.

 


Ni Pedro Alvarez de Soutomaior cuando avanza desde Tui, ni el arzobispo Fonseca después de Balmalige logran tomar Pontevedra por la fuerza; sus vecinos se adhieren finalmente al pacto de Santiago entre la hermandad y Fonseca. Para vengar a dos escuderos que había ejecutado la hermandad de Pontevedra, Pedro Alvarez de Soutomaior cerca a un grupo de irmandiños pontevedreses entre los restos de la fortaleza de A Lanzada; cuando llega allí la gente de Pontevedra que Fonseca envía para socorrerlos, Pedro Madruga, junto con otros caballeros, ya habían tomado el castillo con bombardas matando a sus defensores. Los confederados, a pesar del pacto Fonseca-hermandades, prosiguen con la idea de derrotar a la Santa Irmandade.

 

Más de un año se mantuvo Pontedeume, rechazando los intentos de ocupación de su antiguo señor Fernán Pérez de Andrade, en manos de la nueva alianza hermandad-Fonseca. El capitán irmandiño Alonso de Lanzós, que defendía dicha villa, protagoniza otro acuerdo con Fonseca sobre Pontedeume. Las consecuencias militares y políticas del pacto Fonseca-hermandad pronto desbordan los límites del arzobispado alcanzando a toda Galicia: el 20 de febrero de 1471 la nueva alianza está en plena actividad y ocupa una parte de Galicia, pues los nobles laicos ratifican su confederación contra ella en Carboeiro.

 


Enrique IV, que por aquel tiempo confía en el Conde de Benavente -entre otros- para la gobernación de los reinos del Norte, desmiente sin embargo el 15 de mayo 1469, en plena ofensiva contra los irmandiños, que dicho Conde tuviera su autorización para apoderarse de A Coruña, ciudad realenga. Dos años, al menos, se mantiene A Coruña en manos de hermandad primero y de la alianza hermandad-Fonseca después. En Carboeiro, el 20 de febrero de 1471, los nobles confederados se plantean muy en concreto la tarea de desocupar A Coruña y su fortaleza, comisionando para ello a Pedro Madruga y  Diego de Lemos a ponerse de acuerdo con el corregidor Pareja; éste, el 24 de mayo de 1471, busca un entendimiento con Fonseca, prometiéndole que si A Coruña pasa a su poder quedaría bajo el mando de propio Alonso de Lanzós. El 13 de junio de 1471 tiene lugar la batalla de Altamira entre Fonseca y los confederados, participando en ella Alonso de Lanzós junto al arzobispo, nos informa Vasco de Aponte. La supervivencia militar de este capitán irmandiño es, sobre todo para los nobles contrarios, todo un símbolo de la imbatibilidad de la hermandad del 67.

 

Ante la contraofensiva de los señores contra la Santa Irmandade, Viveiro escribe (al igual que A Coruña) pidiendo ayuda, en 1469, a Enrique IV, que contesta el 15 de enero de 1470 amparando a dicha villa contra Pardo de Cela y otros caballeros, e indicando al concejo que si necesitasen ayuda se la prestasen Pedro Osorio y Diego de Lemos, capitanes de la hermandad. En 1474, el Mariscal Pardo de Cela consta ya como gobernador de la villa.

 

Pedro Alvarez Osorio, aun antes de ser Conde de Lemos, era  amigo y protector del concejo de Ourense. Entre junio y agosto de 1469, la ciudad de las Burgas -y también Allariz- llega a algún tipo de acuerdo con el Conde de Lemos, que pone la Iglesia-fortalezaal a cargo del nuevo obispo Juan González de Deza: un viejo amigo del cabildo, del concejo y del rey Enrique IV. A finales de 1471 las tropas del Conde de Benavente y de Juan Pimentel, con apoyo confederal, asedian al de Lemos y a los orensanos en la Iglesia-fortaleza, que acupan el 8 de enero de 1472, después de un pacto (matrimonial) entre los Condes de Lemos y de Benavente. Hasta el año 1472 no se puede decir que Ourense y Allariz conozcan realmente el sabor -muy atenuado como veremos- de la derrota del movimiento liberador de la gran hermandad.

 


El 18 de abril de 1469 tiene lugar en Lugo un acto significativo: el capitán irmandiño en esa provincia, Alonso de Lanzós, recibe en foro unas casas del cabildo  a condición de ser "en guarda et ben et defensón da dita iglesia"; está presente el alcalde de la ciudad. Al año siguiente, el hermano del Conde de Lemos, caballero éste que por aquellos lares representaba la reacción señorial, aparece como el nuevo obispo de Lugo. Con todo, la restauración del poder del Conde de Lemos en el obispado de Lugo, es contestada: en 1471, muere en Sarria, donde estaba combatiendo al dicho Conde de Lemos, el Marqués de Astorga, amigo de la Santa Irmandade de Galicia y hermano del capitán Pedro Osorio.

 

Todavía en 1474 se produce en el cabildo de Mondoñedo la sustitución de un canónigo que estaba de acuerdo con el capitán irmandiño Fernado Díaz Teixeiro en reconquistar la ciudad de Mondoñedo de las manos deL Mariscal Pedro Pardo de Cela, caballero cuyo protagonismo crece con la década de los 70 hasta llegar a ser uno de los seis nobles confederados en 1477 contra el virtual resugir de las hermandades en Galicia.

 

Concluyamos. De 1469 en adelante, durante dos o tres años, A Coruña, Santiago, Pontevedra, Viveiro, Pontedeume, Ourense, Allariz, Lugo, y otros centros urbanos, resisten éxitosamente la controfensiva señorial ora buscando el apoyo real, ora pactando con unos señores contra otros señores. Desde 1469 el protagonismo de la nobleza tiende a desplazar al protagonismo popular, incluso en el bloque irmandiño, en cuyo interior se detecta desde principios de dicho año  cierta reacción señorial que anuncia la posterior tentativa armada  externa de restauración señorial. De hecho los testimonios orales y documentales que manejamos no siempre establecen una relación directa de la Santa Irmandade 1467-1469 con las luchas entre 1469 y 1472 de los vasallos contra los esfuerzos de sus antiguos señores por volver a la situación pre-irmandiña.

 

Final sin castigo  

 


El arzobispo Fonseca no sólo perdonó a quienes le desposeyeron de sus bienes, echaron de Galicia y pusieron al borde de la muerte, además pactó con ellos, se hizo amigo de Alonso de Lanzós y dejó sin reconstruir las fortalezas del arzobispado, por cuya causa (en 1526) Tabera le puso el famoso pleito, que conocemos como pleito Tabera-Fonseca, en cuyas pruebas orales los representantes del hijo del viejo Fonseca dieron la palabra a los irmandiños sobrevivientes.

 

Sin llegar tan lejos como Fonseca, los señores laicos también se vieron obligados, de uno u otro modo, a perdonar a unos vasallos que después de haberse sublevado masivamente, se resistían pertinazmente a que las cosas retornaran a ser como antes de la Santa Irmandade, que entre otras cosas había producido cambios profundos en las mentalidades de sus protagonistas. En 1472, cuando los Pimentel, halcones ellos, acuerdan con el Conde de Lemos la rendición de la Iglesia-fortaleza de Ourense y la entrega de Allariz, suscriben lo siguiente: "perdonamos a los que biven en la dicha villa e tierra d'Allaris  todos los yerros pasados asy fechos en el tiempo de la hermandad commo en los que han cometido contra mi, el dicho conde de Benavente e don Iohan, mi hermano después"; perdonan pues la revuelta irmandiña y la negativa de los vecinos entre 1469 y 1472 a admitir a sus antiguos señores. Lo mismo hace el Conde de Lemos con los vecinos de Caldelas y de la comarca de Trives, jurisdicciones que los Pimentel le devuelven a tenor del mencionado contrato.

 


Cuando el Conde de Lemos recobra Monforte y la comarca de Lemos, se encuentra conque  huyen de la tierra los hombres más comprometidos con la revuelta irmadiña, volviendo a ella una vez que el señor de Lemos les asegura que no tomará represalías, desoyendo al respecto el consejo de Pardo de Cela que le anima a  que "ynchiese los carballos de los dichos vasallos", contestándole el Conde "que no quería, que no se abía de mantener de los carballos". Testimonio que nos ilustra cómo en el campo tampoco fue posible la represión que se podía esperar de unos señores feudales que en sus guerras particulares se mostraban particularmente belicosos e incluso crueles; Aponte y Gándara no habrían callado un castigo ejemplar que los nobles hubieran hecho en los "villanos rebelados", fuera claro está de los muertos y heridos habidos en los enfrentamientos militares entre la hermandad y los confederados.

 

No obstante, hubo casos aislados de represión como el del escudero dirigente de la hermandad de Ponferrada, Alvaro Sánchez de Arganza: el Conde de Lemos lo hace ajusticiar a la saeta, requisando sus bienes, que hasta 1493 no son recuperados por sus herederos. En el tiempo de las reedificaciones se incrementarán los actos represivos de determinados caballeros, resultando una circunstancia agravante haber detentado un cargo irmandiño si luego había habido resistencia a las reedificaciones. A falta de un escarmiento colectivo en el momento mismo de la recuperación de sus señoríos, la represalia anti-irmandiña por excelencia que intentan poner en práctica algunos caballeros es forzar en los años 70 a los vasallos a reconstruir las fortalezas derribadas en 1467.

 

Si el hecho de la escasa represión, sobre todo atendiendo a las extraordinarias proporciones de la rebelión vasallática, es un éxito de los irmandiños, lo es más todavía que la mayoría de las fortalezas abatidas en 1467 bien no hayan sido reconstruidas nunca bien hayan sufrido un segundo y definitivo derrocamiento en los años 80, perdiendo por último, paulatinamente, las que quedaron en pie su función social coactiva.

 


La caída de las fortalezas señoriales es tal vez el objetivo más claro y explícito de la revuelta gallega de los irmandiños, que dicha meta haya sido alcanzada tan plenamente a largo plazo es prueba evidente de la victoria de una revuelta que va a decidir la transición de la Galicia de las fortalezas y de la nobleza feudal (siglo XV) a la Galicia de los pazos y de la hidalguía de aldea (siglo XVI): toda una revolución social.

 

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